lunes, 23 de marzo de 2009

Humano




Abrís los ojos sin necesidad de escuchar el despertador, alerta, lúcido, preparado. En un segundo estás de pie, moviéndote con la precisión con la que manejás el bisturí. Siento tu brazo enérgico sacudirme por un hombro, ajeno al hecho de que me paso las noches insomne, cuando estás a mi lado.
Tus ojos oscuros, oblicuos y bellísimos, no se posan en los míos hasta que salimos a la calle e intento tomarte de la mano. Te sacudís, molesto, clavando en mí una mirada fría y dura como el ónix negro. Te golpeo con la cadera y el brillo severo de tus ojos me transmite una serie de advertencias.
Extraño tu sonrisa. Aquella que ni los cuatro metros de belleza del David fueron capaces de opacar. Y las que siguieron cuando te diste cuenta de que yo no era de Florencia, y me explicaste que, pese a tus rasgos orientales, también vivías en Buenos Aires.
Te pongo una mano en el hombro y te removés como si mi contacto te quemara ¿Por qué te molesta tanto que nos vean? ¿Porque somos hombres, o porque somos diferentes?
Desaparecés tras la puerta de la clínica moviéndote al ritmo de tu extraño metrónomo interior. Impecable, reluciente y exacto como una máquina. Perfecto. No te has dado vuelta para saludarme y sé que no lo harás. No volverás a pensar en mí hasta que decidas sentirte humano otra vez.
Esta noche. Si te olvidás de tu esposa. Tal vez.

jueves, 27 de noviembre de 2008






Fuego griego.

Conozco tu rostro mejor que el mío. Lo noto cuando te miro desde arriba, como ahora, cuando me doy cuenta de que el mejor marco para tus rasgos son las sábanas deshechas de mi cama. Me gusta acariciarte, con mis manos y mi sombra; dejarme caer sobre tu pecho, y descubrir que he conquistado más que las líneas firmes de tus labios.
Me detengo, de puro conmovido que estoy, y me mareo. Debe ser el brillo del vello que te cubre, el roce áspero de tus mejillas, la piel que se te tensa con el rumor apagado de los músculos. Te amo, ¿te lo dije? Lo susurro en tus oídos y adivino que sonreís. Me devolvés mi nombre con tu aliento. Se adereza con el acento duro de tu tierra y siento que se me erizan hasta los pensamientos. Y es que llevás hasta el perfume del Egeo en tus cabellos, y tus formas parecen esculpidas por Fidias en persona. Te beso para devorar tu voz grave. Me adueño de palabras que me evocan el idioma de tus dioses. Esos que no condenarían nunca lo que nos mantiene unidos.
Pego mis labios a tu vientre, mientras tus manos se cierran sobre mi espalda. Me siento más protegido que en el vientre materno, y sé que no me sentiré tan vivo ni siquiera el día de mi resurrección. Quiero gritarte que te adoro, que antes de tenerte estaba frío. Y que hubiera muerto sin el hechizo de tus dedos sobre mí.
Sé que estoy despierto porque al enredarme entre tus piernas termino de abrasarme. Si te rozara ahora, luego de adentrarme en los fragantes secretos de tu cuerpo, podría tocarte el alma a través de la piel. Pero no tengo el coraje para hacerlo..
La sangre se enloquece en tu interior y la siento fluir a través de un corazón que sólo vibra de deseo. Atrapo tus jadeos con mi boca, mientras te derretís entre mis brazos. Apoyo mi frente en la tuya y siento que mis entrañas estallan. Mi cuerpo te habla sin palabras, en un idioma viejo como el mundo.
Recién entonces abrís tus ojos oscuros, y la noche se refleja en tus pupilas cansadas. Me abrazás y me absorbés, cubriéndome con tu cuerpo. La eternidad se desliza entre nosotros mientras el sueño se pierde enredado en tus pestañas.
Antes de cerrar los ojos por completo entrelazo mis dedos con los tuyos, y te miro en el espejo. Llevás hasta mi aroma tatuado en tu figura.
Sonrío confiado, porque sé que somos uno. Iguales. Eternos. Infinitos.